Y pasaba el tiempo como el viento. El
taxi iba haciendo camino a medida que yo me ponía de acuerdo con el tiempo para
no llegar tarde. Abrí el bolso y saqué el pequeño espejo de plata que me había
regalado mi abuela el año pasado antes de marcharse a un lugar del que nunca ha
regresado. Observé en él mi rostro; mis ojos claros estaban esta vez cansados.
Con rapidez saqué el delineador de ojos de color marrón y tracé una línea fina
sobre el párpado. Coloreé de negro las pestañas y las alargué mientras con la
mano derecha alegraba mis mejillas con un tono rosáceo. Cerré el espejó y miré
por la ventanilla. Ya había llegado.
Disimulaba mi sonrisa al verle sonreír.
Aún lo recuerdo. Verle era algo que aunque ya desde hacía meses se habia
convertido en rutina, siempre parecía que las casualidades nos llevaban a donde
nos encontrábamos. Me recibió con un fuerte beso en la mejilla, y su amplia
sonrisa irradiaba alegría. Ese día decidimos ir a cenar a “La Veletta”, no por
un motivo realmente especial, sino por el simple convencimiento de que alguna
vez era necesario una velada más interesante que quedarse conversando en la
silla de su habitación, o ver una película sentados en el sofá con lo pies
inquietos por moverse. Y así, ahí me encontraba con unos pantalones negros, una
blusa color coral, con escote de pico, y mis pies vestían unos botines negros
de ante y cuero con algo de altura. Y con el pelo algo despeinado y mis labios
secos, decidí hacer caso omiso a lo que pudiera decirme. Pero él me dijo que
estaba guapa. Y ese día era poco creíble ese piropo.
–Idiota– Dije riendo
–¿Idiota por qué?– Contestó aparentado
seriedad.
–Porque sí – Dije sonriéndole.
– ¿El qué Sofi ?–
– Que te quiero, un poco.– Dije mirándole
entretenida
Y normalmente el no solía responder a
esa frase puesto que de costumbre le gustaba más cogerme del hombro y abrazarme.
Y no había mejor te quiero que ese. Y normalmente ese abrazo precedía un beso
tierno en la frente.
Y yo era feliz.